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Lecturas del Jueves de la XXXI Semana del Tiempo Ordinario

 Santos Pedro Poveda Castroverde e Inocencio de la Inmaculada Canoura Arnau, presbíteros, y compañeros, mártires

Primera Lectura

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos (14,7-12):

Ninguno de nosotros vive para sí mismo ni muere para sí mismo: si vivimos, para el Señor vivimos, y si morimos, para el Señor morimos. Por lo tanto, ya sea que estemos vivos o que hayamos muerto, somos del Señor. Porque Cristo murió y resucitó para ser Señor de vivos y muertos. Pero tú, ¿por qué juzgas mal a tu hermano? ¿Por qué lo deprecias? Todos vamos a comparecer ante el tribunal de Dios, como dice la Escritura: Juro por mí mismo, dice el Señor, que todos doblarán la rodilla ante mí y todos reconocerán públicamente que yo soy Dios. En resumen, cada uno de nosotros tendrá que dar cuenta de sí mismo a Dios.

Palabra de Dios

Salmo

Sal 26


R/. El Señor es mi luz y mi salvación


El Señor es mi luz y mi salvación,

¿a quién voy a tenerle miedo?

El Señor es la defensa de mi vida,

¿quién podrá hacerme temblar? R/.


Lo único que pido, lo único que busco

es vivir en la casa del Señor toda mi vida,

para disfrutar las bondades del Señor

y estar continuamente en su presencia. R/.


Espero ver la bondad del Señor

en esta misma vida.

Ármate de valor y fortaleza

y confía en el Señor. R/.


Evangelio de hoy

Lectura del santo Evangelio según san Lucas (15,1-10):

En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús todos los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: «Ése acoge a los pecadores y come con ellos.»

Jesús les dijo esta parábola: «Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no deja las noventa y nueve en el campo y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y, al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos para decirles: «¡Felicitadme!, he encontrado la oveja que se me había perdido.» Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse. Y si una mujer tiene diez monedas y se le pierde una, ¿no enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, reúne a las amigas y a las vecinas para decirles: «¡Felicitadme!, he encontrado la moneda que se me había perdido.» Os digo que la misma alegría habrá entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta.»

Reflexión del Evangelio de hoy

Centrarse en Dios

Los últimos capítulos de la carta de Pablo a los Romanos recogen diversas exhortaciones. El texto de la liturgia de hoy nos centra en algo fundamental como creyentes: nuestra fe y nuestra vida son don de Dios. No es cuestión de acumular méritos ni de competir unos con otros a ver quién tiene más fe, cumple mejor o se entrega más. “Ya vivamos ya muramos, somos del Señor”, nos dice san Pablo.

La cuestión que plantea san Pablo es de qué forma me relaciono con Dios y con los hermanos. La gratuidad con la que el Señor nos ama reta nuestra fe, porque escapa a cualquier tipo de control o previsión por nuestra parte. Y también afecta a la forma en que valoramos al otro. “¿Por qué juzgas a tu hermano…, por qué desprecias a tu hermano?”.

Buscamos continuamente garantías y seguridades, porque eso nos da un sentimiento de confianza. E incluso con lo más espiritual obramos de la misma forma, y distinguimos entre quienes tienen más fe o menos. Pablo habla de fuertes y débiles en la fe, y cómo en las primeras comunidades se caía fácilmente en despreciar a quien se consideraba más débil. Si somos sinceros con nosotros mismos nos damos cuenta de que caer en esta dinámica competitiva y tan poco fraterna no es nada extraño. Nos consideramos mejores, más fieles, y rechazamos o menospreciamos al otro. Podemos llegar incluso a esperar, o exigir, ciertas preferencias o reconocimiento.

Nadie es más o menos para Dios, somos sus hijos e hijas. Nadie merece más ni menos, nadie es favorito o vip, no hay creyentes de primera ni de segunda clase. Cada cual es único y eternamente amado para el Señor, y “cada uno dará cuenta de sí mismo”, de cómo ha acogido y respondido a ese amor. Estamos en sus manos, todos, y en esa confianza podemos vivir y amar con libertad y gratuidad.

Alegraos conmigo

En la primera lectura, Pablo nos alertaba del riesgo de despreciar y juzgar al hermano por considerarle débil en la fe, y nos centraba en Dios, en cómo su amor nos hace suyos y desde ahí hemos de vivir y de morir. En este pasaje del evangelio de Lucas, es Jesús quien nos da la clave para entender cómo es Dios. Y lo hace con dos parábolas que tumban radicalmente cualquier pretensión de racionalidad o rigidez. 


Estas parábolas no son solamente relatos entrañables del pastor con la oveja al hombro o la señora barriendo bajo la cama. Trastocan nuestros valores y nos enseñan cuál es el verdadero valor de cada uno, la dignidad humana y la condición de única de cada persona. En ambas parábolas se nos repite, como un mantra, “¡Alegraos conmigo, he encontrado la oveja (la moneda) que se me había perdido!”.  Pero ¿tiene sentido tanta alegría por una moneda, o por una oveja díscola, o por un pecador en quien quizás ya nadie espere un cambio o algo bueno?

¿En qué consiste la alegría de Dios? El papa Francisco, en un libro titulado “Te deseo la sonrisa” nos lo expresa con claridad meridiana: “La alegría de Dios consiste en perdonar. ¡Perdonar! Es la alegría de un pastor que encuentra a su oveja; la alegría de la mujer que recupera su moneda; la alegría de un padre que acoge de nuevo en casa a su hijo… ¡Aquí está todo el evangelio! ¡Aquí! ¡Aquí está todo el cristianismo!”… “Sólo el amor llena los vacíos, las vorágines negativas que el mal abre en el corazón y en la historia. Sólo el amor puede hacer eso y ¡esa es la alegría de Dios!”.

Volvemos a la carta de san Pablo a los Romanos: “Somos de Dios”. Y porque somos suyos, como la oveja o la moneda, le importamos y nunca dejará de buscarnos. Porque su alegría está en encontrarnos a cada uno, a cada una.  Cuando esta verdad nos cala el corazón y el alma, nos vamos convirtiendo al Amor de Dios, y desde ahí amamos y podemos dar testimonio de lo vivido.

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